En 1978, a finales de año, nos dotamos de una
Constitución que costó muchos esfuerzos, que vivió tiras y aflojas importantes,
tántos que en más de una ocasión pareciera que nunca la podríamos llegar a obtener,
pero finalmente fue posible.
Todos los que participaron se dejaron
pelos en la gatera. Eso sí, ahora se está comprobando que unos se dejaron más y
otros menos. Porque si bien la formulación de los distintos derechos que allí
se reconocen tiene un aroma poco reprochable, a la hora de las interpretaciones
resulta posible que las haya
varias, variadas y hasta opuestas. Veamos, sin ir más lejos, el Art. 16 de la llamada Ley de Leyes:
1.
Se garantiza
la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las
comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para
el mantenimiento del orden público protegido por la ley.
2.
Nadie podrá
ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias.
3.
Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta
las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes
relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás
confesiones.
(El subrayado no está en el texto legal,
pero sirve a los efectos buscados).
Quienes hoy peinamos canas y éramos
mayores de edad en aquel año (una casi recién estrenada mayoría de edad)
habíamos sido testigos directos de misas diarias en el cole, de rosarios, de
“las flores del mes de Mayo”, etc. Y, coincidiendo con la salida del cole,
bastantes alumnos éramos conscientes de que los curas no habían conseguido, en
la mayoría de los alumnos, imbuir la religiosidad sino, más bien, al contrario.
Es más, muchos de mis compañeros de entonces se declaran hoy ateos irredentos,
y otros agnósticos o, simplemente, escépticos. Por eso nos ilusionó que la
Constitución pusiese negro sobre blanco la aconfesionalidad del nuevo Estado de
Derecho.
Con los meses y años, nos fueron
asombrando no ya los Concordatos, sino sobre todo que los socialistas, ganadores absolutos en
1982, echasen un salvavidas a la iglesia católica en forma de pasta gansa e
influencia extra, o supra-constitucional. Y para qué hablar de la maniobra de
aproximación/bajada de pantalones que se produjo con Rouco Varela durante la
época de Zapatero.
Ahora están en el poder los nietos y
bisnietos de Franco, y ellos –cómo no- están volviendo a la peineta, a las procesiones, a
encomendar a la virgen del Rocío la salida de la crisis… A cargarse, de hecho,
la laicidad que garantiza (ver el texto del art. 16 más arriba) la Constitución
vigente.
No debería extrañarme de que, en nuestra
línea como ciudadanos (?) de este país estemos asistiendo impávidos, impasible
el ademán, al secuestro de la laicidad que de hecho se está llevando a cabo por
parte del gobierno y la iglesia católica. No me pidan que los ponga con
mayúsculas porque, como Maruja Torres, “…perdonen que no me arrodille…”. Ni ante los unos ni ante la otra.
La asignatura de “Educación para la
ciudadanía” era un auténtico logro que ni siquiera el Consejo de Estado (un
clásico cementerio de elefantes donde pacen auténticos dinosaurios políticos)
quería que desapareciese. Es más, "procedería imponerla como
obligatoria en algún momento, pues han sido numerosos los acuerdos
y recomendacionessuscritos por
España con el Consejo de Europa y la UE para "velar por el
aprendizaje de los valores democráticos (...) con el fin de preparar a las
personas para una ciudadanía activa". La asignatura era, ni más ni menos, un manual
para ciudadanos y ciudadanas libres e iguales sin depender de credos
religiosos. Era laica.
A mí, por otro lado, no me extraña que
la derecha de este país pague su eterno vasallaje a una iglesia que apoyó, sin
fisuras, a la dictadura que nos mandó (que no gobernó) durante 40 años y que
ahora exige y exige como un yonki con el mono. Pero hasta me rechinan los dientes cuando veo
al partido más grande de la izquierda –por ahora- hacer el caldo gordo,
principalmente, a una jerarquía que siempre ha mirado a los rojos por encima del hombro, como un mal menor
(seguramente por aquello de la “democracia empalagosa”) con el que hay que
convivir pero sin dar ni un paso atrás. ¿No pasarán?
Todo esto, repito, con el silencio
absoluto de la inmensa mayoría de la población.
Puede que lo que esté pasando sea como
lo que afirma Arturo Pérez Reverte: que todos tenemos algo que perder, y del mismo modo
que salimos a la ventana cuando hay una tangana policial para ver si nos han
roto el coche, nadie querría perder la salvación que los curas nos auguran, no
vaya a ser que tengan razón y la vayamos a cagar en el último momento
poniéndoles a caldo.
Pero habíamos llegado a una ley del
aborto que pensaba en la mujer, en la madre, como última ratio, y ahora vamos a volver –nos amenazan- a un estadio donde el nasciturus pasa a tener una influencia y unos derechos que no
son suyos por encima de los de la madre.
¡Qué sabrán los curas del amor de pareja
sea del sexo quel
sea, del amor de una madre y el dolor de renunciar a un bebé antes de que
nazca! ¿O sí lo
saben? ¿Einnn?
Si, como dice la Constitución, el Estado
es aconfesional, el Derecho está por encima de la religión, sea ésta la que
sea. En la educación, en la legislación, en los comportamientos…en todo.
El nuevo Papa, ex cardenal Bertoglio,
jesuita por más señas, ha dejado fuera de juego a la anterior cúpula de la
conferencia episcopal española. Desbordó su discurso rancio, y no lo hizo ni
por la izquierda ni por la derecha, sino por encima: por el humanismo. No
sabemos hasta dónde llegará o le dejarán llegar, pero las primeras veces que
habló yo sentí una bofetada de aire fresco como cuando se abre la ventana de
una habitación cerrada durante meses y fuera acaba de nevar. Hablaba de respeto
a la diferencia…nada menos. Respeto. Pensaba yo que si Jesús de Nazaret dijo lo
que dicen que dijo y pudiese volver, le daría un abrazo.
Pero como a los que estaban antes no les
envió un rayo fulminante no termino de creerme nada: ni que Jesús dijo lo que
dijo (ojalá fuese cierto; cabría la esperanza) ni que pudiese volver ni darle
un abrazo.
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